torsdag, desember 05, 2013

Veterinaria

Hace unas semanas empecé a trabajar en una clínica veterinaria como asistente.

Bueno, asisto más a los veterinarios que a los animales. Me encargo de hacer el café para el personal y para los dueños de los pacientes, sujeto a los animales mientras son vacunados por la médica, reviso que los escaparates al lado de las camillas de consulta tengan las agujas y las jeringas suficientes, además del alcohol, del algodón, del suero entre otras cosas que se guardan en esas vitrinas, además de llevo el inventario de estas cosas, acomodo sacos y cajas de alimento balanceado para perros, gatos, conejos etc. en el almacén, vigilo a los animales que están en el cuartito post-operatorio y también vigilo a los animales que están en espera de tratamiento, lavar todo lo que se tenga que lavar, recibir a los pacientes, limpiar las camillas, acomodar los escaparates de la tienda, etc.

Me gusta el trabajo. Lo que más me gusta es estar en contacto con los animales, pero también ha sido interesante asistir a la operación de un Rottweiler que tenía una bola de grasa del tamaño de un coco en la ingle, a la esterilización de una gatita y a la limpieza de dientes de un San Bernardo.

Lo que sí, no puedo superar, es cuando tienen que quitarle la vida a algún animal por motivos diversos, y se supone, siempre para su bien.

Nunca sé si es que cuando entran al consultorio de atrás, es para observarle los dientes o para matarlos, pero ya aprendí que cuando esas bolsas plásticas azules como el plástico que protege las casas de esteras en los pueblos jóvenes, ese azul que solo lo puedo asociar a tristeza, cuando esas bolsas están rondando los escaparates o alguna camilla, sé que un animal va a morir o ya ha muerto.

Cuando eso pasa, cuando veo las bolsas vacías y fuera del cajón donde acostumbran estar, suelo ir corriendo al almacén a llorar. No puedo evitarlo. No he estado nunca presente en este proceso de quitarle la vida a gatos y perros, pero a veces, desde el almacén, puedo percibir que están muriendo y no exagero.

Sé bien cómo percibir la muerte, sé cómo huele, cómo suena, cómo se ve y cómo se oye; la he visto muchas veces frente a mí. 

Cuando la muerte de estos animales llega al almacén, solo puedo salir de allí y seguir, pues toda la clínica está ya impregnada con ese olor. La muerte huele a metal o a tiza. La muerte hace que las cosas suenen enfrascadas y sin aire. Cuando algún animal muere, siempre se queda en el aire un calor sobre el frío que es general en el ambiente, como si el aire fuese de dos colores; no sé como explicarlo, como esos cocktails que contienen licor curazao (azul) y degradan en una serie de matices hasta llegar a otro color, al color de la muerte.

Cuando la muerte ya está en todos lados no me queda más que dejar de llorar, levantar objetos, limpiar, cerrar cajitas, desechar lo que fue del muerto, excrementos, orines o quizá la manta en las que vinieron envueltos, la última que usaron antes de morir.

A veces quisiera guardar esas mantitas, sugerir que envuelvan esos cuerpos con ellas antes de ponerlos en esas bolsas azules, para que la muerte sea de algodón o de lana, para que puedan acurrucarse en ella, para que los abrigue, para que la muerte se les vuelva un refugio o un alivio que es lo que debe ser.

No puedo ver esas bolsas azules: ni vacías con la muerte que espera plástica y adhesiva, ni llenas con la muerte tibia aún en sus pieles y hocicos secos.
Si mañana veo alguna de esas bolsas azules rondando la clínica, soplaré dentro de ellas algunas palabras, quizás las que a mí me gustaría oír antes de que me lleve la muerte.