torsdag, september 26, 2013

Oppfølgingstjenesten


Cuando tu estancia en el hospital mental sobrepasa un semestre, no sucede simplemente te suelta el psiquiatra con prescripción lista y en mano, bajo la bendición del psicólogo y la venia de los enfermeros, no. 

Te asignan una persona encargada de “seguirte” para completar el trabajo. A esa persona le llaman oppfølgingstjenesten o algo así como el servicio del seguimiento (un follow up) y en tus días de paranoia puedes llegar a creer que de verdad te están siguiendo y te parece ver a esta persona en todos lados y  evitas contarle mucho sobre ti; aunque luego hay días soleados y aceptas en salir a tomar café con ella y le cuentas que a veces te da por llorar porque es otoño, pero que ya no necesitas tantas pastillas, ya no las quieres tomar.

En realidad, creo que no necesito que nadie me siga ni me cuide. Me cuida mi gato y me sigue la secuencia que guardo de los días registrados en distintos lugares, no puedo escapar de ellos aunque los adormezca, están siempre ahí, los diarios, el calendario, el Facebook y hasta las facturas. Me siguen las fotos, la música, las películas, todo es una continuación desde que salí del hospital.

A pesar de que ya hace meses que dejé el hospital, Laila es la asignada para seguirme y me sigue hasta ahora con sus ojos azules y bien abiertos. A veces la llamo y le digo que no es necesario que me siga, entonces no la veo por varias semanas, pero sucede que otras veces le envío un mensaje diciéndole “Cómo estás? Estás muy ocupada esta semana?” y es cuando Laila intuye que es posible que me esté yendo a la mierda en ese mismo momento y me contesta de inmediato, me pone un smiley y hacemos una cita.

Laila viene a mi casa y siempre me sonríe, me abraza. Yo le tengo cariño a pesar de que mire el piso de mi departamento que a veces brilla, pero hoy lo vio con manchas de pintura. Supongo que lo anota en su reporte: manchas de pintura, pelo de gato, olor a limpio, ropa lavada, botellas vacías imagino que anota todo lo que ve en cada visita.

Cuando el otoño empieza a retorcerme, le digo que es mejor que nos encontremos afuera y me encuentro con Laila en cualquier parte, en un parque, un café o en la parada de algún autobús que no he logrado tomar.

Lo que me resulta curioso es que Laila tiene a cargo a varios pacientes psiquiátricos a quienes ayuda y hasta defiende y sin embargo, cree en extraterrestres, en las energías del universo, en los cristales y en los shamanes. Yo le digo que estar sin pastillas a veces se siente bien, pero cuando se siente mal se siente malísimo y lo peor es que te dan ganas de comer mucha azúcar. Ella me dice que hay cuarzos que te dan balance y que la meditación ayuda.

Creo que es mejor que me suba la dosis de cuarzos de colores a que me induzca a subir las dosis en miligramos que me da el médico con santo y sello.

Laila me dijo hace poco que cree que el viento de otoño que desprende las hojas de los árboles nos va desprender de todas nuestras cargas, yo la escucho y sonrío. A veces creo que Laila ya ha dejado de seguirme y desde hace algún tiempo soy yo quien la viene siguiendo a ella.

fredag, september 13, 2013

Langosta

Si a alguien tuviera que contarle esta historia, empezaría diciéndole que nunca comimos langosta.

Teníamos esa promesa mutua. Si no podíamos hacer promesas de ningún tipo, nos prometeríamos crustáceos, aunque para entonces yo ya había escrito tu nombre en un pez, todo tu nombre hacia adentro, quizá en algún esfínter de este animal, en sus agallas o en sus escamas.

Mientras buscábamos el crustáceo, la promesa, el animal, el fondo del mar, el Thames parecía vigilar cada una de nuestras palabras: tu flema inglesa muda y mi acento de río hablador bebiendo con el león y la ciudad hundiéndose, pero yo te tomaba la mano y salía a flote de la espuma del gin tónic, despreciaba el té y los canapés de las cinco, con dolor y vestida de flores, despreciaba la monarquía tanto como despreciaba tu distancia, tu cuerpo de por medio abrazándome.

Si alguien me pidiera alguna vez que le contase qué pasó, le diría que no se sabe.

No se sabe bien cuántos años pueden llegar a vivir las langostas. 

No se sabe. 

No se sabe nada.

Solo pasa.

Las atrapan.

Mueren.

Sin embargo, hay que cogerlas vivas y vigilar sus tenazas; ponerles un elástico grueso para que no las abran. ¿Recuerdas tú acaso mi vitalidad en Victoria Station?  Estaba tan viva entonces que tomaste la liga de mi pelo mientras te abrazaba sumergida dentro de una jaulita en el pacífico y sujetaste mis tenazas con mi liga. 

Paseamos.

A veces estaba en una pecera, a veces en una jaula, a veces entre tus manos y así tan langosta estuve emborrachándome en el mercado de Borough para después sin saber mi edad, sin saber nada cayera a hervir en tu sudor, porque sudabas. 

Sudabas. 

No sé si sudabas de alegría, de nervios, de cansancio, de saber lo que yo no sabía y allí dejé de echar de menos tus palabras y empecé a comunicarme con todo lo que brotara espontáneamente de tu cuerpo: tu sudor, tu saliva, tu semen y tus lágrimas tan transparentes. Me inventé un lenguaje para distraerme del dolor de ser hervida desde mis patas a mis ojos, sumergirme en un dolor que me enrojece, como una infección urinaria, jugo de arándano, sal y antibióticos, un dolor en ebullición que me bañaba en el cobre fundido de la depresión de Churchill, roja, hundida en ti, metálica, ajena (nunca tuya), muriendo sin edad, sin pasado, bipolar, sin saber nada, langosta, salta pequeña, salta.

Luego hubo galerías y calles, cocteles y pintas, también hubo enojo y pánico, es verdad; pero luego llegaban los subterráneos y las escaleras eléctricas, tú y yo reflejados en un vidrio, sujetos a barrotes amarillos, atravesando túneles y cavidades del romance con paradas, subidas, bajadas, mientras por encima crepitaba el Soho y explotaba Waterloo, yo estaba perdiendo la guerra, en el fondo lo intuía, pero moría de pie, disparando, cayendo de los puentes, perdiendo el reinado, pudriéndome en la humedad de tu cuarto, pero no podía ver nada, salvo tus ojos marrones en todas partes, tus ojos en los espejos, en las paredes, en las sábanas, en los cuadros, tus ojos dentro de aquel ojo que miraba cada rincón de la ciudad mientras yo iba ciega, hervida, esperando el martillo (y el alfabeto), el desgarramiento de la carne y el viaje a través de una garganta desconocida que se tragaba todas las palabras, tuyas y mías.

Si alguien me pidiera que le contase más sobre tú y yo, les diría que nunca comimos langosta. Sí, es cierto, yo pedí langosta porque el deseo estaba siempre allí y lo que recibí fue una sopa rosada, espesa y de buen sabor. 

Sonreí.

Where is my fucking lobster?

Langosta

angosta

lang

ost

a

Me quedé con todo el desconcierto y me limpié con la servilleta.



Y como siempre (al final) regresé y escribí.

mandag, september 09, 2013

Caballos

Creo que un objeto deja de estar perdido no hasta que llega alguien y lo encuentra, sino que además de encontrarlo, también lo conserva y se hace cargo de él; le da un espacio y una nueva vida.

En inglés, existen los lost and found mientras que en español solo nos quedan los objetos perdidos

He pensado que en un día de esos en los que me levanto sintiendo que me falta algo,  podría ir a uno de esos sitios y decir que se me perdió -por ejemplo- un diario. Dar la descripción de un cuaderno de diario común o quizá atreverme a describir el diario que yo quisiera tener, dar datos que esperan te devuelvan algo que tu deseas o que guardas en la memoria aun sin saber si existe. Entonces podría esperar allí en esa oficina y tener fe en que el encargado me traiga aquel diario que su dueño perdió, aquel diario que no he escrito pero que deseo, ser parte de lo que no me sucedió a mí, completarme, completar el diario, recibirlo entre mis manos y sentir que el objeto se siente recuperado, aunque confuso, ha sido encontrado y volverá a vivir otra vida pero no permanecerá perdido (u olvidado) otra vez.

(Hay una línea muy fina entre lo perdido y olvidado)

Hace días encontré dos caballitos en el aeropuerto de Oslo. Imaginé que algún niño o niña los olvidó, o quizás sus padres lo apuraron pues el avión partía y los caballitos quedaron atrás. Quizá fueron dejados allí con la intención de que yo los encontrase.

Ver esos dos caballitos allí en una banca del aeropuerto, lugar donde transitan miles de personas y ellos yacían abandonados, olvidados o perdidos me dio cierta tristeza.

Pensé en llevarlos a la oficina de objetos perdidos, pero mientras los observaba y los tenía entre mis manos, me di cuenta de que los empezaba a conocer, que podía jugar con ellos, que quizá estuvieron allí esperando a que yo llegase. Al final miré hacia todos lados y nadie parecía interesarse por mi hallazgo. Intuí que quizá, de llevarlos al departamento de objetos perdidos, cabía la posibilidad de que se quedasen allí abandonados entres tantos otros objetos y que con los inventarios y las limpiezas acabaran en un basural, fundidos, reciclados, muertos.

Tomé los caballitos y los guardé en mi bolso. Se convirtieron en mis compañeros de viaje. Los coloqué en la mesilla plegable de mi asiento y los miraba mientras tomaba un café y dejaba atrás la incertidumbre de lugares y personas a las que probablemente no volveré y sin embargo están todavía aquí.

Ahora que escribo esto, los caballitos están a mi lado. Les pedí que suban al teclado y que posaran para la foto que aquí publico arriesgándome a que su anterior dueño los reconozca y los reclame, pero no creo. 

Estos caballitos se han convertido en una metáfora de mí misma:  son dos, dos caballitos perdidos que andan a distinto ritmo, el galope son el paso de estos últimas semanas que me han tocado vivir entre aeropuertos, grandes ciudades, gente extraña, tantos cuerpos abrazados y dejados detrás; su extravío y pérdida soy yo, ahora, esta habitación, el amanecer, las maletas deshechas y la televisión en silencio.


Who's gonna ride my wild horses?




lørdag, september 07, 2013

34

es sábado
septiembre
séptimo día

anoche te bebiste
entera
tele en silencio
una botella de vino
blanco
joven
11%

34
abres los ojos
para todos los husos
horarios
desusos
has sobrevivido
34 años

34
pasaste
la talla de tu sostén
la edad de cristo
el huracán
y el accidente
la caída del muro
y de la máscara

vas al espejo
el iris está blanco
abres la boca
tu lengua está rosada
te estiras
el pellejo de los omóplatos
del vientre
los muslos
pasas la mano por tu pelo
negro

34
te acuerdas de las galerías
y los cuadros
cientos de años
los colores ahí
frescos
los colores
los colores
es lo que cuenta
34 veces 7
colores
parece que fue ayer
blanco
rosado
negro
el color de tu interior
de tu anatomía
de tus estaciones
colores de lencería
interiores
colores de infancia
cuarto de hospital

hoy no te preocupas
por el deterioro del cuerpo
envejecer
preocúpate
por las matemáticas
naciste capicua
intenta sobrevivir
intervalos
fracciones
suma

34
7
es lo mismo
ayer
33
34
hoy
el sistema
lo registra
abres los ojos
los números
la lengua
el sistema
el pellejo
los colores
siempre
todo
envejece





mandag, september 02, 2013

A raiz de Fight Club

Fight Club se estrenó en 1999, pero yo la vi en el lugar y tiempo preciso: Bodø, otoño del 2002.

Recuerdo que la vi sentada al borde del único sofá que tenía por ése entonces. La película estaba hecha para mí: el insomnio, las terapias de grupo, las voces en mi cabeza (en dos idiomas), el sexo, el narrador de mi vida paralela y al final el sótano oscuro albergando a esa violencia pactada que hacía que cada puñetazo se convirtiera en un asunto casi poético y definitivamente liberador.

Por esos días, fantaseaba constantemente con agarrarme a golpes con alguien estando semi desnuda. Era el tiempo en el que estaba aprendiendo el idioma noruego, la cultura, las direcciones y me encontraba con gente nueva a quienes siempre me veía siempre tentada a decirles: "mucho gusto, me encantaría tomarme un café contigo, claro, pero y qué tal si también nos agarramos a golpes?

Mi fantasía sigue allí, pero hasta ahora no he pasado de mis intentos de socializar dentro de los marcos establecidos y legitimados según las convenciones sociales: cafés, cines, restaurantes, bares. Todavía no he llegado a los puños como el medio para encontrar a un amigo (o amiga) verdadero.

Me considero una persona no violenta, no tolero el abuso, no soporto ver imágenes de maltrato y estoy convencida de que la solución a un conflicto no radica ni en las armas ni en los puños, sin embargo, me produce un placer rarísimo ver ciertas imágenes violentas como las de la explosión en prueba de una bomba atómica, los crash test dummies dentro de autos que parecen de cáscaras de huevo, estrellándose en un accidente mortal, un bisturí abriendo un vientre en un solo movimiento, luchadores de MMA mezclando y esparciendo sudor y sangre en el ring, el pellejo humano filmado en cámara lenta al mismo tiempo de ser impactado -con violencia- por un objeto como una pelota de fútbol.

Este placer tan extraño en mí me lleva a pensar si es que es la violencia en sí lo que resulta placentero o la idea de dolor y me inclino hacia lo segundo. Es el dolor lo que me produce placer, en el caso de aquellas imágenes, este dolor o es abstracto (un dolor de crash test dummie o de test nuclear) o es pactado.

Por estos días he experimentado dolor físico debido a una infección. El dolor no se puede controlar, es impredecible, varía de intensidad como si se tratase de una sinfonía, se mueve cuadro por cuadro como una película de 8mm. No sé bien si es el tacto él único sentido que percibe el dolor, pero lo cierto es que cuando el dolor es intenso, duele también ver, oir, oler y saborear. Es fascinante el color del dolor: cierra los ojos en la consulta del dentista cuando te estén arrancando una muela y lo verás, lo verás también cuando esa muela se te esté pudriendo antes del dentista y los colores serán distintos. El tacto del dolor cambia todo el tiempo, desliza tu mano sobre el filo de un cuchillo, descubre tus genitales y revuélcalos en un jardín de rosas y ortigas, estrella tu dedo meñique del pie contra una roca en la playa.

Hit me as hard as you can.