torsdag, desember 12, 2013

Planta

Quizá lo primero que uno se compra cuando empieza a vivir con otra persona, es decir, no con tu prima, ni tu amiga, ni tu hermano, ni tu madre, sino, me refiero, en una relación de pareja, quizá el primer objeto que vaya a estar presente en alguna de las habitaciones de la nueva casa sería una planta. 

Yo creí haberme comprado un anturio (anthurium) pero lo que en verdad tengo es una lila de la paz o fredslilje (Spathiphyllum) pero al fin y al cabo ambas especies pertenecen a la misma familia, las aráceas y yo me enteré de eso hace poco, cuando un señor con gafas gruesas se instaló en mi sala y que, por alguna razón que hasta ahora me resulta un misterio, no dejaba de mirar a mi planta.

 Le quise contar la historia de la planta y que era más pequeña cuando la compré, que me costó 75kr y que luego la puse en una maceta más grande que me costo 200kr y creció; quería decirle eso de que cuando uno se muda con alguien, o sea, ya dije, con una pareja, uno se compra plantas. Es simple la asociación: el primer ser vivo que habrá que cuidar hasta que algún día lleguen más plantas, gatos o hijos a llenar habitaciones.

 (la maceta es la cabeza, no?)

Pero no le dije mucho sobre mi planta, salvo que la compré hace tiempo, mi anturio, fue mi primera planta en este país.  El señor de gafas, un tipo entendido y bastante culto, me explicó que no era un anturio sino lo que ya conté al inicio de este texto. Me llamaba la atención que no dejara de mirar a mi planta, y es que estaba un poco moribunda; me dio un poco de vergüenza que la viera en ese estado como si hubiese visto en mí alguna herida que supuraba y se pudría en mi piel y delante de sus ojos.

 La verdad es que mi relación con esa planta es como la que tengo conmigo misma desde que vivo sola. Antes éramos tres seres vivos pues había alguien más que se ocupaba de la planta y veía si se marchitaba o no, si la ponía al aire o la quitaba del sol directo, en todo caso, eso fue hace mucho y ahora estamos solas yo y mi planta, y a veces se marchita y soy consciente de ello, pero sé que no se va a morir, entonces cuando pareciera que agoniza voy a la cocina y le doy de beber un litro de agua de golpe, lleno la jarra medidora, 10 dl de agua fría.

El señor, luego de mirar un buen rato a la planta, se puso a mirarme a mí directamente a los ojos y sin pestañear, como el juego de la niñez y al primero que le lloren los ojos pierde y es de espíritu débil.

A ninguno de los dos se nos enrojeció los ojos, no hubo lágrimas ni juego. Lo que hizo él fue que mientras me miraba, pasó su mano por mi pelo, la bajó por mi cuello y la posó en mi faringe. Yo me dejé tocar y tragué saliva y él la sintió en su tacto bajo mi piel. Después, sacó su mano de mi faringe, la subió por mi barbilla y la sujetó; la acercó hacia él como quien abre uno de esos cajones de un mueble de Ikea cuando está nuevo: así llegaba mi barbilla hacia la suya, como un cajón silencioso que se deslizaba calmado mientras se abría para dejar ver dientes y lengua ahí guardados.

Después del beso me levanté del sofá y el señor volvió la vista a la planta. Seguía tentada en contarle mis ideas acerca de las parejas que se compran plantas al mudarse y la maceta nueva y que esa planta seguramente era macho, porque nunca había florecido.

Temí que malinterpretase mi comentario y que lo tome como una invitación a una vida en pareja. Temí también que me corrigiese y que me diga que no existen plantas hembras o machos y que todas son hermafroditas o bisexuales. No dije nada más sobre la planta, porque yo de plantas (como de casi todo) sé muy poco. Después de estar ahí un rato, yo de pie y el sentado en el sofá ambos contemplando a la planta, solo se me ocurrió tomarle una foto antes de darle de beber.

Fui a la cocina y traje la jarra medidora con 10 dl de agua fría en una mano y en la otra una botella cava y dos copas. Yo le daba de beber a la planta y el señor servía el vino en las copas. Cuando volví al sofá empezó otra vez el juego de mirarse a los ojos y esta vez a mí sí se me enrojecieron y quizá hasta salió alguna lágrima. Y no es que haya perdido el juego de mi niñez o que sea un alma débil sino que mientras sosteníamos la mirada, escuchaba a mi planta tragar agua, así sedienta desde hace tanto tiempo y tratando de ponerse en pie y seguir viviendo conmigo (que debe ser difícil).

Mientras la planta terminaba de absorber el agua, ambos empezamos a beber el vino en tragos que nos ahogaban con burbujas mientras galopaban por nuestro esófago y nos llegaban al estómago como una cascada espumosa y blanca. Ambos estábamos moribundos y definitivamente sedientos.

El señor ha vuelto varias veces a sentarse en mi sofá y ahora que mi planta ha revivido la ha dejado de mirar. Ahora, lo que me preocupa un poco es que, cada vez antes del ritual de mirarnos y besarnos, él haya tenido su mirada fija en algún otro objeto, alguno que seguramente me conoce bien porque ha vivido conmigo desde hace tiempo.

torsdag, desember 05, 2013

Veterinaria

Hace unas semanas empecé a trabajar en una clínica veterinaria como asistente.

Bueno, asisto más a los veterinarios que a los animales. Me encargo de hacer el café para el personal y para los dueños de los pacientes, sujeto a los animales mientras son vacunados por la médica, reviso que los escaparates al lado de las camillas de consulta tengan las agujas y las jeringas suficientes, además del alcohol, del algodón, del suero entre otras cosas que se guardan en esas vitrinas, además de llevo el inventario de estas cosas, acomodo sacos y cajas de alimento balanceado para perros, gatos, conejos etc. en el almacén, vigilo a los animales que están en el cuartito post-operatorio y también vigilo a los animales que están en espera de tratamiento, lavar todo lo que se tenga que lavar, recibir a los pacientes, limpiar las camillas, acomodar los escaparates de la tienda, etc.

Me gusta el trabajo. Lo que más me gusta es estar en contacto con los animales, pero también ha sido interesante asistir a la operación de un Rottweiler que tenía una bola de grasa del tamaño de un coco en la ingle, a la esterilización de una gatita y a la limpieza de dientes de un San Bernardo.

Lo que sí, no puedo superar, es cuando tienen que quitarle la vida a algún animal por motivos diversos, y se supone, siempre para su bien.

Nunca sé si es que cuando entran al consultorio de atrás, es para observarle los dientes o para matarlos, pero ya aprendí que cuando esas bolsas plásticas azules como el plástico que protege las casas de esteras en los pueblos jóvenes, ese azul que solo lo puedo asociar a tristeza, cuando esas bolsas están rondando los escaparates o alguna camilla, sé que un animal va a morir o ya ha muerto.

Cuando eso pasa, cuando veo las bolsas vacías y fuera del cajón donde acostumbran estar, suelo ir corriendo al almacén a llorar. No puedo evitarlo. No he estado nunca presente en este proceso de quitarle la vida a gatos y perros, pero a veces, desde el almacén, puedo percibir que están muriendo y no exagero.

Sé bien cómo percibir la muerte, sé cómo huele, cómo suena, cómo se ve y cómo se oye; la he visto muchas veces frente a mí. 

Cuando la muerte de estos animales llega al almacén, solo puedo salir de allí y seguir, pues toda la clínica está ya impregnada con ese olor. La muerte huele a metal o a tiza. La muerte hace que las cosas suenen enfrascadas y sin aire. Cuando algún animal muere, siempre se queda en el aire un calor sobre el frío que es general en el ambiente, como si el aire fuese de dos colores; no sé como explicarlo, como esos cocktails que contienen licor curazao (azul) y degradan en una serie de matices hasta llegar a otro color, al color de la muerte.

Cuando la muerte ya está en todos lados no me queda más que dejar de llorar, levantar objetos, limpiar, cerrar cajitas, desechar lo que fue del muerto, excrementos, orines o quizá la manta en las que vinieron envueltos, la última que usaron antes de morir.

A veces quisiera guardar esas mantitas, sugerir que envuelvan esos cuerpos con ellas antes de ponerlos en esas bolsas azules, para que la muerte sea de algodón o de lana, para que puedan acurrucarse en ella, para que los abrigue, para que la muerte se les vuelva un refugio o un alivio que es lo que debe ser.

No puedo ver esas bolsas azules: ni vacías con la muerte que espera plástica y adhesiva, ni llenas con la muerte tibia aún en sus pieles y hocicos secos.
Si mañana veo alguna de esas bolsas azules rondando la clínica, soplaré dentro de ellas algunas palabras, quizás las que a mí me gustaría oír antes de que me lleve la muerte.