1.
Volver a escribir después de varios meses de no haberlo hecho es como levantarse después de haber estado adormecido o sedado.
Vas descubriendo poco a poco lo que te rodea y vas identificando los objetos que te identifican.
Partiendo de la visión borrosa de tu ropa de cama, del tocador, del espejo sabes que estás en tu habitación.
En este proceso de ir identificando todo lo que nos rodea es que uno se va moviendo. Se levanta. Camina. La sangre se pone de pie y avanzamos.
Para mí, siempre lo he dicho, la escritura es movimiento.
2.
Hoy he despertado adormecida. Hoy es mi día libre. Hoy (por fin) llovió después de varios días de intenso calor que transformaba a esta ciudad del Círculo Polar en una contradicción.
Hoy observo que hay cierta penumbra escarpada en las cosas, pero por momentos todo se vuelve raso y uniformemente iluminado. Y solo así en esta marcha de matices que se atropellan entre lo gris y blanco, matices de violeta trepando las paredes de mi casa, destellos dorados que se hunden y rebotan desdeciertas uniones de las ventanas; solo así me doy cuenta de que el día transcurre.
Con el sol de junio y julio todo se vuelve estático. Teniendo sol las 24 horas (sol de medianoche, atractivo turístico de Noruega) todas las cosas se funden en un mismo color dorado. No se puede distinguir nada. Todo brilla. Hasta la gente. Todos estamos bañados en oro. Menos yo.
Creo que dentro de mí siempre late la penumbra y circula la luz. Cuando veo a toda esa gente feliz y radiante (shinny happy people) sentadas en las plazas sosteniendo pintas de cerveza y friéndose bajo el sol, me pongo a buscar entre ellos algún tono más bajo, un tono distinto, un tono que oscile, alguien que no brille tanto, alguien un poco dorado pero opaco en algún lado, transparente en las manos o los ojos e iluminado desde las raíces de su pelo. Los hay y los reconozco, pero somos pocos quienes tenemos luz y penumbra moviéndose constantemente por todo el cuerpo.
3.
Estoy escribiendo en mi habitación que es oscurísima. La puerta está abierta y deja entrar la luz y la penumbra que se revuelcan allá afuera en el jardín, en las calles, entre el mar y la montaña que se ven desde la ventana de mi cocina.
Y así como la escritura se trata de movimiento, creo yo que también se trata de matices y contrastes.
4.
En mis periodos intensamente iluminados no soy capaz de distinguir lo que me rodea y todo es una repetición de luz y de brillo. No veo nada, salvo la luz. Una luz cegadora constante y monótona. Me ilumina y estoy radiante, pero no me deja ver nada. Ni a mí misma.
En mis periodos de oscuridad pasa lo mismo. Me vuelvo parte de ella. Me camuflo involuntariamente en todo lo que no se puede ver y me quedo ciega. Toco fondo y el fondo tiene el color de mi misma. Si avanzo, no lo noto porque sigo a la oscuridad en su movimiento desconocido. Negro sobre negro. Nadar en brea.
Escribir, literalmente es un contraste: oscilación contra reposo, ruido contra silencio, violencia contra marasmo, caos interno en el cuerpo (abstracto) contra estructura (tangible) en el texto puesto sobre tinta y papel.
La escritura empieza por el contraste más simple que nuestra mirada pudiera detectar: las palabras negras moviéndose sobre las fibras vibrantes del papel blanco.