fredag, september 13, 2013

Langosta

Si a alguien tuviera que contarle esta historia, empezaría diciéndole que nunca comimos langosta.

Teníamos esa promesa mutua. Si no podíamos hacer promesas de ningún tipo, nos prometeríamos crustáceos, aunque para entonces yo ya había escrito tu nombre en un pez, todo tu nombre hacia adentro, quizá en algún esfínter de este animal, en sus agallas o en sus escamas.

Mientras buscábamos el crustáceo, la promesa, el animal, el fondo del mar, el Thames parecía vigilar cada una de nuestras palabras: tu flema inglesa muda y mi acento de río hablador bebiendo con el león y la ciudad hundiéndose, pero yo te tomaba la mano y salía a flote de la espuma del gin tónic, despreciaba el té y los canapés de las cinco, con dolor y vestida de flores, despreciaba la monarquía tanto como despreciaba tu distancia, tu cuerpo de por medio abrazándome.

Si alguien me pidiera alguna vez que le contase qué pasó, le diría que no se sabe.

No se sabe bien cuántos años pueden llegar a vivir las langostas. 

No se sabe. 

No se sabe nada.

Solo pasa.

Las atrapan.

Mueren.

Sin embargo, hay que cogerlas vivas y vigilar sus tenazas; ponerles un elástico grueso para que no las abran. ¿Recuerdas tú acaso mi vitalidad en Victoria Station?  Estaba tan viva entonces que tomaste la liga de mi pelo mientras te abrazaba sumergida dentro de una jaulita en el pacífico y sujetaste mis tenazas con mi liga. 

Paseamos.

A veces estaba en una pecera, a veces en una jaula, a veces entre tus manos y así tan langosta estuve emborrachándome en el mercado de Borough para después sin saber mi edad, sin saber nada cayera a hervir en tu sudor, porque sudabas. 

Sudabas. 

No sé si sudabas de alegría, de nervios, de cansancio, de saber lo que yo no sabía y allí dejé de echar de menos tus palabras y empecé a comunicarme con todo lo que brotara espontáneamente de tu cuerpo: tu sudor, tu saliva, tu semen y tus lágrimas tan transparentes. Me inventé un lenguaje para distraerme del dolor de ser hervida desde mis patas a mis ojos, sumergirme en un dolor que me enrojece, como una infección urinaria, jugo de arándano, sal y antibióticos, un dolor en ebullición que me bañaba en el cobre fundido de la depresión de Churchill, roja, hundida en ti, metálica, ajena (nunca tuya), muriendo sin edad, sin pasado, bipolar, sin saber nada, langosta, salta pequeña, salta.

Luego hubo galerías y calles, cocteles y pintas, también hubo enojo y pánico, es verdad; pero luego llegaban los subterráneos y las escaleras eléctricas, tú y yo reflejados en un vidrio, sujetos a barrotes amarillos, atravesando túneles y cavidades del romance con paradas, subidas, bajadas, mientras por encima crepitaba el Soho y explotaba Waterloo, yo estaba perdiendo la guerra, en el fondo lo intuía, pero moría de pie, disparando, cayendo de los puentes, perdiendo el reinado, pudriéndome en la humedad de tu cuarto, pero no podía ver nada, salvo tus ojos marrones en todas partes, tus ojos en los espejos, en las paredes, en las sábanas, en los cuadros, tus ojos dentro de aquel ojo que miraba cada rincón de la ciudad mientras yo iba ciega, hervida, esperando el martillo (y el alfabeto), el desgarramiento de la carne y el viaje a través de una garganta desconocida que se tragaba todas las palabras, tuyas y mías.

Si alguien me pidiera que le contase más sobre tú y yo, les diría que nunca comimos langosta. Sí, es cierto, yo pedí langosta porque el deseo estaba siempre allí y lo que recibí fue una sopa rosada, espesa y de buen sabor. 

Sonreí.

Where is my fucking lobster?

Langosta

angosta

lang

ost

a

Me quedé con todo el desconcierto y me limpié con la servilleta.



Y como siempre (al final) regresé y escribí.